Yo espié el teléfono de mi ser querido durante meses, convencido de que así “protegía” nuestra relación. Aprendí por las malas que esa obsesión solo trajo desconfianza y resentimiento: las mentiras terminan rompiendo cualquier vínculo sincero. La culpa que sentí cuando descubrí que había roto su privacidad es algo que no le deseo a nadie. Pensé que controlaba la situación, pero al final todo se vino abajo y tuve que enfrentar las consecuencias de traicionar su confianza. Ahora sé que la comunicación y el respeto valen más que cualquier herramienta de monitoreo.